No puedes exigir respeto si no te respetas a ti mismo.
Y ese respeto no se construye con palabras bonitas ni con apariencia.
Se construye con hábitos.
Con actos repetidos que refuerzan lo que crees, lo que toleras y lo que eliges.
Un hombre que se respeta vive de forma distinta.
No porque sea perfecto, sino porque no se abandona.
Empieza por cumplir sus propios acuerdos
Si se promete algo, lo cumple.
Aunque nadie más lo sepa.
Aunque nadie lo esté esperando.
Porque su palabra interna es tan importante como la externa.
Y eso lo mantiene firme, incluso cuando el entorno cambia.
Elige lo que le hace bien, no lo que es más fácil
Sabe que hay decisiones cómodas… pero vacías.
Y que lo más fácil no siempre lo lleva a donde quiere llegar.
Por eso se cuida.
Por dentro y por fuera.
Y se aleja de todo aquello que lo aleja de sí mismo.
Deja de justificarse por todo
No se excusa cada vez que falla.
Asume.
Corrige.
Aprende.
No busca ser perfecto, pero sí honesto consigo mismo.
Y eso lo hace avanzar con más liviandad.
No se traiciona por agradar a otros
No dice sí cuando quiere decir no.
No acepta condiciones que lo desvalorizan.
No calla lo que lo incomoda solo por quedar bien.
Se elige a sí mismo.
Y entiende que quien se respeta… también se cuida.
Cuida lo que se dice frente al espejo
No se repite que no puede.
No se critica con crueldad.
No se compara con los demás como si valiera menos.
Tiene una voz interna que lo sostiene.
Y si un día esa voz se apaga, trabaja para recuperarla.
No se deja caer sin hacer nada.
El respeto propio no se impone.
Se cultiva.
Y cuando un hombre lo tiene, no necesita imponerse sobre nadie.
Porque ya vive en paz con lo que es y con lo que decide ser cada día.