Cada herida deja sabiduría si sabes escucharla

No todas las heridas se ven a simple vista.
Muchas se esconden bajo sonrisas, rutinas y silencios prolongados.

Pero incluso las más invisibles dejan marcas.
Y si aprendes a mirar con atención, también dejan enseñanzas.

No se trata solo de sanar, sino de entender qué te vino a mostrar esa herida.
Porque hay dolores que no llegan para castigarte, sino para revelarte algo que te negabas a ver.

Cada herida tiene un mensaje oculto.
Tal vez venía a mostrarte tus límites.
Tal vez te recordó que mereces más.
O quizás vino a enseñarte a soltar.

Las heridas hablan, pero no a gritos.
Sus lecciones vienen en forma de intuición, de sensibilidad renovada, de una forma distinta de ver el mundo.

Una persona herida que ha sabido escuchar su dolor, tiene una mirada distinta.
Más sabia.
Más profunda.
Más real.

Hay heridas que te cambiaron sin pedir permiso.
Y aunque no las hayas buscado, te hicieron madurar a la fuerza.

El error está en ignorarlas o cubrirlas demasiado pronto.
Porque lo que no se comprende, se repite.
Y lo que no se siente, se enquista.

Escuchar tu herida es quedarte un rato ahí, sin huir.
Preguntarte qué te dolió tanto.
Y qué puedes hacer con eso ahora.

Las personas más fuertes no son las que no han sufrido.
Son las que se atrevieron a mirar su herida sin disfrazarla.
Las que decidieron que eso no las definiría, pero sí las transformaría.

Cada herida, si sabes leerla, es también una guía.
Una brújula que apunta hacia lo que te falta trabajar.
Hacia lo que debes dejar ir.
O hacia lo que debes proteger mejor.

No todas las heridas cierran rápido.
Y está bien.
Algunas tardan porque están construyendo algo importante dentro de ti.

No corras.
Escucha.
Siente.
Aprende.

Porque incluso en el dolor más profundo, hay algo que solo tú puedes descubrir.