—No sé, bro… a veces siento que no hay espacio para mí en esta relación.
—¿Qué pasó ahora?
—Le conté que me dieron la oportunidad de liderar un proyecto en el trabajo. Y en lugar de alegrarse, me soltó: “Ah, pensé que ya lo hacías desde antes.”
—Uf… ¿y luego?
—Le dije que era importante para mí, que me costó llegar ahí. Pero cambió de tema. Me empezó a contar que a su prima también la ascendieron. Como si no pudiera dejar que yo tuviera mi momento.
—¿Lo hace seguido?
—Sí, todo el tiempo. Si le cuento algo que me hace feliz, lo minimiza. Si le digo algo que me duele, me responde con un “ay, eso no es nada.”
—¿Y tú qué haces cuando pasa eso?
—Callo. Ya ni siquiera me dan ganas de compartir cosas. Porque sé que va a girar todo hacia ella. A veces ni sé si le importo… o si solo le gusta tenerme ahí para escucharse mejor.
—Eso no es una pareja.
—Lo sé. Pero cuesta aceptarlo. Porque también tiene momentos lindos. A veces es dulce, me busca, dice que me quiere.
—¿Y tú crees que eso compensa la forma en que te borra cada vez que tú intentas brillar?
—No. Pero me cuesta soltar.
—Entonces no sueltes de golpe. Pero empieza por recuperarte a ti.
—¿Cómo hago eso?
—Empieza por hablar. Decirle lo que sientes sin acusarla. Solo desde tu verdad.
—¿Y si no le importa?
—Entonces ahí tienes tu respuesta.
—¿Y si se enoja?
—Que se enoje. Nadie debería molestarse porque tú quieras ser escuchado con respeto.
—¿Crees que ella está llena de sí misma?
—No sé si está llena… pero claramente está vacía de empatía.
—Eso duele.
—Sí. Pero más duele quedarte en un lugar donde siempre eres el segundo plano de tu propia historia.